La noticia no debería extrañar cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) achaca cada año a la contaminación atmosférica la muerte prematura de más de cuatro millones de personas en el mundo. Y tampoco es un problema reciente. Ya en el siglo XIII, el Rey Eduardo I de Inglaterra prohibió la quema de carbón tras un episodio grave de contaminación acaecido en Londres. Ahora conocemos mucho mejor las consecuencias.
Nuestra atmósfera está compuesta principalmente por un 78,08 % de nitrógeno (N₂) y un 20,94 % de oxígeno (O₂). Pero existen otras especies denominadas especies traza, como argón, dióxido de carbono (CO₂) y otros gases en mucha menor proporción (<1 %), que desempeñan un papel muy importante en la química de la capa de la atmósfera más cercana a la superficie donde se encuentra el aire que respiramos, la troposfera.
Desde la segunda mitad del S. XVIII, con la Revolución Industrial y el uso masivo de combustibles fósiles, se dispararon los niveles de CO₂ y de otros gases muy perjudiciales para la salud, como los óxidos de azufre (SO₂) y los óxidos de nitrógeno (NOx = NO y NO₂).
Todos hemos oído hablar de los efectos de la contaminación atmosférica a escala global. El calentamiento global de la atmósfera y de los océanos se debe al aumento progresivo de la concentración de CO₂. La reducción de la capa de ozono (O₃) estratosférico aumenta la cantidad de radiación ultravioleta B, causando daños en el ADN de las células de la piel y provocando cáncer.